Historia Colgante Urna

Historia Colgante Urna

Cuenta una historia que en un reino olvidado por el tiempo, donde los ríos eran espejos del cielo y los árboles susurraban antiguas leyendas, vivía Kaelani, una joven curandera que nunca conoció a su padre. Desde niña, su madre le habló de él en susurros, como si su recuerdo estuviera tejido entre las sombras y la brisa nocturna. Era un gran guerrero, decían. Un hombre de espíritu indomable, cuya vida se apagó en batalla antes de que pudiera sostener a su hija en brazos.

Cuando Kaelani cumplió veinte inviernos, su madre le entregó un pequeño collar de plata con un relicario en su interior. Era una urna, pero no contenía cenizas, sino un pequeño fragmento de obsidiana envuelto en seda.

—Es todo lo que quedó de su espada, la que portaba cuando cayó en la última batalla —susurró su madre, colocando el colgante alrededor de su cuello—. Llévalo contigo, y cuando necesites su guía, escucha con el corazón.

Kaelani nunca había creído en historias. Era hija de la tierra, criada entre remedios y raíces, no entre cuentos de guerreros. Pero desde el día en que el collar rozó su piel, empezó a sentir algo extraño: un eco en su mente, un murmullo que no pertenecía al mundo de los vivos.

Una noche, mientras recogía hierbas junto al río, la luna proyectó su reflejo sobre el agua. ¡Su sombra no era solo la suya!. Había otra figura a su lado. Un hombre alto, de cabellos oscuros y ojos tiernos, envuelto en la brisa como si formara parte de ella.

—¿Me llamaste, hija mía?

Kaelani dio un paso atrás, con el corazón retumbando en su pecho. Era él. Su padre, el hombre de las historias susurradas. Y no era un recuerdo, sino una presencia viva en el viento.

—¿Cómo es posible? —murmuró, con el collar ardiendo suavemente sobre su piel.

—No todo lo que muere desaparece. No todo lo que se pierde deja de existir.

Su voz era grave, pero llena de ternura. Desde el día en que cerró los ojos por última vez, su alma había esperado en el fragmento de su espada, el único testigo de su último aliento. Ahora, gracias al relicario, su espíritu podía hablarle, guiarla, protegerla.

A partir de aquella noche, Kaelani nunca estuvo sola. Cuando dudaba, la voz de su padre susurraba en su mente. Cuando tenía miedo, sentía su presencia en la brisa que acariciaba su rostro. No podía abrazarlo, no podía verlo más allá de las sombras y los reflejos, pero su lazo nunca se rompió.

Muchos años después, cuando Kaelani notaba que llegaba su último aliento, añadió en la urna un mechón de su propio cabello y se lo entregó a su hijo, con la misma promesa que su padre le había hecho a ella.

—No todo lo que muere desaparece. No todo lo que se pierde deja de existir.

Y así, generación tras generación, el vínculo eterno jamás se rompió.

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